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"No hay ningún motivo válido para engañar a los niños",

Bertrand Russell

Nunca sabemos, exactamente, qué hacer con ellos. Tienen tanta luz que nos cuesta verlos.

A veces los tratamos como adultos, otras como tontos, y ellos no paran de ponernos a prueba porque necesitan saber cómo es el mundo.

A veces los inventamos, en lugar de descubrirlos, porque inventar es, siempre, más tranquilizador: sabemos dónde llegar y caminamos hasta ahí.

Descubrir es azaroso. Les enseñamos a caminar para pedirles luego que se queden quietos, les pedimos que sueñen, pero con horario de oficina ("Ahora ya eres mayor, hijo mío. Deja de fantasear", le dice el padre al protagonista de La historia sin fin).

A veces son la excusa demagógica perfecta:

-Yo aprendo mucho de mis alumnos de cinco años. -dice la maestra que parece tener poco para enseñarles.

-Lo único que no hago es emborracharme con el enano -dice el padre que no pudo ser tal, y culposo, decidió ser amigo de su hijo.

Casi siempre los condenamos al amor condicional: voy a quererte si eres lo que quiero, si te pareces a mí. Nos desespera verlos como personas: pueden ser, como mucho, versiones mejoradas del software original, una especie de papá mamá 2.0, pero sólo compatibles con nosotros.

 

 

Nos divierte que jueguen a ser mayores, pero que sólo jueguen:

-¿Tienes novia? -le pregunta la vecina al nene de ocho años.

-¿Tienes novio? -le preguntan a la niña de tres, que no conoce la palabra pero sabe que al decir que sí, todos estallarán de risa.

En el colegio es peor: todos les plantean preguntas ajenas y muy pocas veces intentan ayudarlos a responder las propias. Los niños intuyen que se trata de repetir letras ajenas y así lo hacen, desesperados por la aprobación; así premiamos al niño-monstruo, al mejor adaptado, al más extraño, al peor extranjero de su propia niñez, al que habla como un ingeniero civil a punto de jubilarse.

-¡Seremos como el Che! -gritan con el puño en alto los niños cubanos, pañuelo rojo al cuello y gorra militar.

Los niños con respuestas de adultos siempre son niños tristes. La vida me empujó de la infancia a la juventud, y sé de qué se trata: ni el sueño ni la vida se recuperan, lo que no fue se convierte en melancolía del pasado, imaginaria tristeza por lo que no estuvo.

Fui también padre separado y recorrí con Bárbara todas las plazas de la ciudad: allí pude ver, por primera vez, cómo los adultos insultan a los niños:

-¡Mira el tonto éste! -grita un padre.

-¡Venga, tonto, salta! -ordena otro.

He escuchado, también, a padres con educación terciaria, defender la teoría del "chirlo correctivo": si el chirlo corrige un error menor, la caída remediará uno más importante, y una descarga eléctrica uno grave, ¿no?

 

La delgada línea que sostiene el respeto es muy difícil de reconstruir: el insulto -ni hablar, claro, del resto- vuelve presente la sensación de abuso físico: ¨ soy más grande que tú, puedo callarte.

La relación con ellos está plagada de cortocircuitos: el padre que protesta por la corrupción pero falsifica los vales del  trabajo, la madre que pontifica sobre el amor y le cuenta a la hija de sus coqueteos. A veces actuamos frente a ellos como si no estuvieran ahí, mirando. Como si no entendieran lo que ven. Son pequeños.

Decidimos, por comodidad, que los van a educar en el colegio. Nos equivocamos. Nada logrará el colegio que la casa desautorice; en el mejor de los casos el colegio hará posible que caminen por la selva evitando el peligro, o que sepan descubrir un atajo. El resto, la vida, el amor, la muerte, la confianza, la soledad, los sueños, suceden en la casa.

            Y todo lo demás: también queremos matarlos, disolverlos en ácido, son insoportables cuando gritan o se encaprichan, nos ponen a prueba todo el tiempo y es terrible descubrirse extorsionándolos ("O haces tal cosa o…") y es atroz, absolutamente atroz, que no haya manual alguno, ninguna regla, ninguna ley, ningún saber incuestionable que dé una solución.

Pero el otro día alguien me preguntó si creía en Dios, y solté sin pensarlo un segundo:

-Claro que creo. ¿Cómo no voy a creer? Existen los niños.

De modo que perdón a los niños por no estar a su altura y ojala algún día nosotros, los mayores, seamos merecedores de ese nombre.
 
 
 
El congelamiento del cuerpo de las mujeres
 
Para comprender la lógica de nuestra sociedad basada en la dominación, observemos que el problema no está en el niño que no encuentra el cuerpo de su madre al nacer, sino en esa madre que no siente –espontáneamente- apego hacia su hijo. Ese es, desde mi punto de vista, el verdadero drama de la civilización.
 Las mujeres –al igual que los varones-  provenimos de historias de desamparo, falta de cuerpo, mirada, disponibilidad afectiva, ternura, leche o abrazos. Entonces hemos aprendido tempranamente a congelar las emociones, el cuerpo, los deseos y las intuiciones.
 La distancia que hemos instaurado para que el dolor no duela tanto, luego nos ha convertido en las mujeres que somos hoy: desapegadas y secas. Ese frío interno, es lo que nos imposibilita sentir compasión y apego por el niño. Todo niño humano nace de un vientre materno y anhela permanecer en un territorio similar. Esto es intrínseco a todas las especies de mamíferos.
El verdadero problema es que las madres humanas hemos anestesiado nuestro instinto de apego, con el objetivo de no seguir sufriendo por esa distancia vivida cuando nosotras mismas hemos sido niñas. Es una rueda que gira en torno a lo mismo: vacío, distancia con la propia madre, congelamiento del cuerpo y de las emociones, anestesia vincular, luego imposibilidad o corte frente al instinto de apego sobre la nueva cría.
Si las mujeres sintiéramos la poderosa necesidad de no separarnos de nuestra cría,  nadie podría imponernos ese alejamiento. Somos las mujeres quienes –rechazantes de una cría que no sentimos propia- permitimos, estimulamos y facilitamos que la criatura sea alejada y tocada por personas extrañas.  Claro que para comprender esa falta de apego, tenemos que remontarnos hacia atrás. Hacia nuestras madres y hacia las madres de nuestras madres y así, por generaciones y generaciones de separaciones tempranas y anti humanas.
Hay dos hechos que merecen un pensamiento ordenado, para comprender el alcance del desastre ecológico respecto a la falta de apego de la madre hacia su cría. Por un lado, la masificación del maltrato en los partos. Por el otro, la represión sexual -especialmente sobre las mujeres- durante siglos de oscurantismo y misoginia.
Ambas imposiciones son las herramientas perfectas  del Patriarcado para lograr que desaparezca todo vestigio de intuición y de apego de la madre respecto a su cría, para convertir a cada madre en una procreadora de futuros guerreros: niños y luego jóvenes iracundos, desesperados por falta de amor, con rabia y con toda la potencia puesta al servicio de la revancha. O bien, niños desvitalizados, perdidos en la tecnología, deprimidos y sin entusiasmo ni voluntad.
 
Laura Gutman

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